El costo de hacer bien las cosas

Eduardo Dockendorff
La Tercera
23/06/09

El gobierno anunció iniciativas destinadas a perfeccionar los mecanismos que aseguren un trato responsable con los derechos y culturas ancestrales, por parte de los inversionistas, en territorios con predominio de comunidades indígenas. Sectores empresariales han expresado su preocupación por la idea, pues su aplicación podría afectar la inversión privada en los territorios involucrados.

La iniciativa gubernamental obra, precisamente, en el sentido contrario a la inquietud empresarial y a la planteada en un editorial de este medio. En efecto, la proposición del Ejecutivo busca ponerle un marco institucional a lo que, desde hace tiempo, está ocurriendo de hecho, pero con muy altos costos -a veces exorbitantes-, tanto para las empresas como para el Estado que intervienen en aquellos territorios.

La resolución de las controversias que crecientemente han seguido a la inversión privada o pública en territorios sensibles, no sólo indígenas, queda supeditada a la suerte de negociaciones muy asimétricas entre privados, o entre el Estado y la comunidad afectada. Los resultados han dejado una lección inequívoca: hacer mal las cosas, con soberbia, insensibilidad social y desconsideración cultural, se paga muy caro, política como económicamente, aun cuando se hayan seguido estrictamente las normas vigentes.

Tanto a los agentes privados como al Estado les ha costado entender el cambio político que representa la irrupción de una ciudadanía cada vez más alerta, mejor movilizada y, a veces, sorprendentemente bien organizada para exigir sus derechos o plantear sus demandas. Por ejemplo, la desatención de Endesa con las comunidades pehuenches en el Alto Bío Bío elevó los costos de la construcción de la represa Ralco a niveles que la empresa no imaginó. También, el bypass de la Ruta 5 Sur que se construyó sobre tierras de comunidades mapuches, le costó al Estado un enorme sobreprecio respecto del monto previsto originalmente.

El asunto de fondo, sin embargo, reside en nuestra capacidad de entender las señales que provienen de las expresiones reales de nuestra democracia moderna, con las que nuestro sistema político tiene que aprender a vivir. Creer que la aprobación de un permiso ambiental otorgado a un inversionista o el permiso municipal para una inversión inmobiliaria en una comuna, supone obediencia civil sin más, es desconocer el signo de los nuevos tiempos.

El día que los partidos políticos recuperen el papel mediador entre la ciudadanía y el Estado, o cuando éste, reformas mediantes, integre institucionalmente a la ciudadanía en un nuevo modelo de representación y participación, podremos pensar otra cosa. Mientras contemos con el actual modelo y las mismas instituciones políticas y de representación que han estado vigentes en nuestra democracia, no hay más que sentarse a dialogar, proponer, sugerir, revisar y negociar, por cierto con la ciudadanía, partiendo por nuestros pueblos originarios.

Cuando las cosas se hacen bien, desde la decisión política de invertir hasta el manejo de los impactos cuando el proyecto se encuentra en régimen, el costo político para la democracia y el económico para el inversionista será mucho menor.

El nuevo código de conducta responsable, además de constituir una oportunidad para regular y sincerar la adhesión con la responsabilidad social del empresariado, honra un compromiso internacional de Chile. Pero sobre todo constituye una oportunidad para que las áreas de desarrollo indígena puedan acercarse a los logros políticos, económicos y sociales de los que se han beneficiado los demás chilenos.

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