JOAQUÍN ALMUNIA
El Pais - España
23/06/2009
Desde mi punto de vista, el de un socialdemócrata partidario de una Europa política fuerte, el resultado de las recientes elecciones al Parlamento de Estrasburgo es preocupante por varias razones.
En primer lugar, por la baja participación, menos de la mitad de los inscritos en el conjunto de la Unión Europea. El hecho de que no sea la primera vez que sucede añade más gravedad a la falta de movilización, no debida sólo a la crisis. Además, una parte no desdeñable de quienes votaron se ha decantado por opciones radicales, populistas e incluso xenófobas. No hay que exagerar, pues estos diputados seguirán siendo una exigua minoría. Pero me preocupa que en algunos países -Hungría, Reino Unido, Rumania, Austria, Eslovaquia- los partidos de la extrema derecha hayan avanzado posiciones. A su vez, los euro-escépticos británicos, checos o polacos se han desgajado del Partido Popular Europeo y pretenden ahora condicionar las posiciones del ganador. Por último, el Partido de los Socialistas Europeos ha perdido votos y presencia, con lo que el conjunto del Parlamento se ha escorado hacia la derecha.
Todo ello es decepcionante. Según las encuestas, los ciudadanos quieren que Europa tenga más capacidad de decisión en lo que afecta a su empleo, sus condiciones de vida y trabajo y su seguridad. Piden a las instituciones europeas, incluyendo a sus respectivos Gobiernos en el marco del Consejo comunitario, que en estos temas superen las barreras nacionales y utilicen la dimensión europea para aumentar la eficacia de sus políticas.
Pero cuando esos mismos ciudadanos son llamados a elegir directamente a sus representantes en el Parlamento Europeo, uno de cada dos no acude, y quienes lo hacen votan a candidatos antieuropeos en mayor proporción que cuando se trata de una elección meramente nacional o local. ¿Qué está fallando? ¿Quién es responsable de esos fallos? ¿Cómo afrontarlos?
Sin duda, las campañas electorales han contribuido al desinterés o al voto de protesta. Los temas locales y las batallas partidistas se han impuesto sobre las cuestiones europeas. Y cuando se hablaba de Europa, no siempre era en términos positivos. Pero seamos claros: una campaña de tres o cuatro semanas no puede variar 180 grados la tónica que ha dominado a lo largo de los últimos años la comunicación sobre políticas y actuaciones de la UE. Desde la penosa campaña del referéndum francés en mayo de 2005 hasta la del 7-J han sido demasiadas las ocasiones en que los mensajes sobre Europa se han caracterizado por la falta de rigor, el oportunismo y, en ocasiones, los argumentos falaces.
Reconozco que algunas iniciativas han dado pie a ello: por ejemplo, la fallida directiva de tiempo de trabajo -la de la jornada de 65 horas- o el apoyo del Consejo y el Parlamento a la no menos reprochable directiva sobre retorno de inmigrantes. Pero acusar a Europa de que no ha reaccionado ante la crisis, cuando la UE ha liderado la convocatoria del G-20, ha aprobado regulaciones financieras muy importantes y ha desplegado estímulos fiscales, monetarios y financieros de proporciones astronómicas, no es de recibo.
Tampoco es serio, a mi juicio, intentar montar un frente anti-Barroso tan carente de argumentos como de alternativas viables para la presidencia de la próxima Comisión. Con esa frivolidad, se deteriora la imagen de Europa gratuitamente.Otras críticas tienen mucho más fundamento. No se han expuesto argumentos claros y convincentes sobre cómo Europa puede alcanzar un futuro mejor tras la crisis. Aquí hemos de admitir nuestro fracaso para transmitir que sólo una estrategia a escala de la UE será capaz de recomponer el aparato productivo sin las muletas de un sistema financiero desbocado, como fue el caso hasta agosto de 2007. No hemos explicado bien que sólo actuando a escala europea podremos ofrecer simultáneamente crecimiento económico y cohesión social, competitividad y oportunidades iguales para todos, una moneda fiable, un Estado fuerte sustentado sobre unas finanzas públicas saneadas, futuro para los jóvenes y solidaridad con una población cada vez más envejecida.
Por supuesto, conseguirlo no será fácil. Pero si en vez de apostar por la coordinación de las políticas económicas y financieras se cede a la tentación del "sálvese quien pueda" y a la competencia entre unos y otros, la salida no será otra que un largo periodo de bajo crecimiento y de tensiones populistas.
La tarea no puede recaer solamente en una fuerza política. La dimensión europea no es ni de derechas ni de izquierdas. Igual que hace 60 años, el proyecto de integración supranacional es de amplio espectro, lo comparten desde el centro-derecha hasta la socialdemocracia. Es más, si el consenso básico en el que se han basado desde el Tratado de Roma hasta el de Maastricht no se renueva ahora, el Parlamento perderá capacidad de decisión en los asuntos cruciales que van a formar parte de su agenda. Y si la Comisión o el Consejo abriesen en su interior brechas políticas permanentes entre los europeístas, fracasarían igualmente. Con o sin Tratado de Lisboa.
Europa no necesita ahora a unos proeuropeos frente a otros. Ni tampoco estamos para nuevas discusiones institucionales. Es la hora de la política. Pero la necesidad de una "coalición proeuropea" no indica que haya que despolitizar este debate. Al contrario. Cada partido tiene que aportar sus prioridades y sus propuestas para salir de la crisis fortalecidos. En el caso de la socialdemocracia, un proyecto europeo de paz, de igualdad de oportunidades, de defensa de los más débiles frente a toda discriminación. Que proteja a todos con servicios públicos eficaces, que ofrezca a través de la educación y la formación mayores expectativas de empleo y de progreso. Que combine el dinamismo económico con el respeto al medio ambiente. Que canalice la solidaridad dentro y fuera de las fronteras de los Veintisiete.
Esa visión de Europa tiene puntos de coincidencia y de divergencia con la de un ecologista, un liberal o la de un miembro del PPE. Los votantes dirán quiénes tienen en cada momento la mayoría necesaria para liderar las instituciones de la UE. Pero unos y otros deben -debemos- saber que quienes de verdad se oponen a la integración europea son otros. Y su triunfo supondría un retroceso histórico.
Los españoles aprendimos que la garantía de las libertades y la construcción de una democracia estable exige consensos y diálogo, compartir unos valores y principios básicos. A la vista de los resultados del 7 de junio y de las circunstancias que los explican, una conclusión similar es aplicable a la encrucijada en la que se encuentra la Unión Europea, salvadas las distancias de rigor. Si somos capaces de transmitirlo en esos términos quizás se nos entienda mejor, y los votantes sabrán lo que nos estamos jugando en Europa durante los próximos cinco años.
Joaquín Almunia es comisario europeo de Asuntos Económicos y Monetarios.
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