Pobre debate

Cristina Bitar
La Segunda
02/06/09

La historia política del siglo XX dejó una gran enseñanza en Occidente: el valor de los derechos humanos. Los totalitarismos comunistas y nacionalsocialistas, fundamentalmente, dejaron una secuela de muerte y vulneración de la dignidad humana que llevó a generar una conciencia, como nunca antes se había tenido, de que la vida de las personas y las libertades para tener diferentes modos de entender el mundo son elementos que deben respetarse siempre. América Latina tuvo una serie de dictaduras en las que se vivieron atropellos graves, como la tortura y la desaparición de personas. A partir de entonces, los chilenos hemos desarrollado una especial cultura de respeto a las garantías fundamentales, siempre por sobre cualquier diferencia política. Quiero decir que, al escribir estas líneas, no puedo dejar de pensar en una de las personas más queridas para mí, que vivió la prisión política en condiciones terribles y que es un servidor público al que quiero y admiro: me refiero a mi tío Sergio Bitar.

Afortunadamente, hemos avanzado en esta materia, y si alguna responsabilidad tienen los políticos y los líderes de opinión, es cuidar este progreso y ayudar a consolidarlo como un valor superior. Por eso me parece tan lamentable y fuera de lugar el debate que se ha dado la semana pasada en el país a partir de las declaraciones de la Presidenta en su visita a la casa de Ana Frank, en las que recordó su detención en Villa Grimaldi. Toda la discusión, empezando por las cartas del presidente de Renovación Nacional y terminando por la columna de Carlos Peña en "El Mercurio" de ayer, muestra un nivel de intolerancia y maniqueísmo que nos aleja de donde debe estar el foco de nuestras preocupaciones en esta materia. Es un debate pobre, porque no gana nadie. Al contrario, perdemos todos.

El primero de ellos olvida que Michelle Bachelet fue detenida en un momento en que no regía el Estado de Derecho, que su lugar de prisión no era un centro de reclusión formal y que allí ocurrieron graves violaciones de los derechos humanos. Es evidente que una circunstancia de esa naturaleza provoca en una persona temor, traumas y constituye, per se, una violación de derechos a la que ningún ser humano debe ser sometido. La Presidenta tiene toda la autoridad moral para recordar esa experiencia de su vida. Esta se la ganó especialmente por la nobleza de espíritu con que ha sabido superar ese pasado personal y familiar, mostrando siempre una actitud reconciliadora, sin el menor asomo de rencor.

Desde la vereda opuesta, Carlos Peña toma las palabras de Larraín y las generaliza: "Merece escándalo lo que la derecha piensa de los derechos humanos". Peña sostiene que el error de Larraín no es sólo eso, un error personal de análisis histórico. Al contrario, sostiene equivocadamente que es la expresión de una posición sobre los derechos humanos que alcanza a todo un sector político. En consecuencia, desprende que las credenciales democráticas de ese grupo y, más aún, su aptitud moral para gobernar, están en entredicho. Si lo que dice Peña fuera cierto, ¿tendría derecho ese sector político a pretender gobernar el país? Desde luego que no. Y si no tiene derecho a gobernar, ¿tiene derecho a participar de la vida política?

La respuesta lógica me produce escalofríos, porque —en el fondo de su argumento— lo que Peña sugiere es que los que no comparten su posición política están en una condición de inferioridad cívica, que son en realidad ciudadanos de segunda. ¿Por qué será que esto me recuerda el cautiverio de Ana Frank?

Debemos ser mucho más cuidadosos con la utilización de la temática de los derechos humanos en la discusión política contingente. No podemos volver a caer ni en relativizar las violaciones de la dignidad de las personas, ni en la generalización de posiciones políticas. Ambas actitudes sólo nos llevan a prejuicios y a odiosidades que no ayudan a construir una verdadera amistad cívica.

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